Siempre hubo dos clases de personas. Dos maneras de entender la vida. Aquellos que hacen las cosas cumpliendo y aquellos que cumplen haciendo las cosas bien. El estudiante que hace lo justo para aprobar y el estudiante que aprueba aprendiendo y aprehendiendo la materia. Aceptables y respetables desde la tolerancia, cuestionables tanto desde el romanticismo como de la ética más ortodoxos.
Y esta idiosincrasia, inherente a cada uno según sus intereses y objetivos, se extiende por definición al deporte rey. El fútbol también tiene sus estudiantes a los que les sirve pasar de cualquier modo. Aquellos a quienes les basta el 1 a 0. Aquellos que juegan con una prima máxima y a la vez única: ganar. Son la mayoría. El resultadismo ya no es aquella epidemia en la que se llegó a señalar con el dedo a los contagiados. La doctrina resultadista se ha impuesto como modelo futbolístico dominante. Y no parece que esto vaya a cambiar.
El resultadismo actual va mucho más allá de ese juego ramplón desarrollado por Rocco y Herrera y al que los italianos se atrevieron incluso a poner nombre propio: catenaccio. Esta corriente, mainstream en tiempos de iPhone y 4G, ya no es solo una manera de disponer a once jugadores sobre el tapete con las directrices de ceder toda iniciativa ante el rival. Ha ido más allá. Resultadismo es creer que todo vale con tal de obtener un +3 al final de cada jornada de Liga. Resultadismo es pensar que cualquier estrategia es aceptable si los objetivos se cumplen allá por mayo. Resultadismo es valorar una temporada como positiva en base a un único parámetro: las copas que se añadan a las vitrinas..
En el fútbol moderno, el fin parece justificar los medios. Resulta que Maquiavelo se hizo entrenador.
Los inicios
Esta historia inicia en Italia, en la década de los 60. Dos hombres, Nereo Rocco y Helenio Herrera, por aquel entonces entrenadores del AC Milan y del Internazionale de Milán, de manera respectiva, lograron colocar a los equipos lombardos a la cabeza del calcio, títulos nacionales e internacionales incluidos, utilizando un sistema de juego férreo y poco visual, que se preocupaba más por apagar al rival que por brillar por sí mismo: el catenaccio (‘cerrojo’ en italiano).
Sin embargo, el resultadismo tal y como lo conocemos hoy en día no nació entonces. 5 de julio de 1982. Recuerden esta fecha. Estadio de Sarrià, Barcelona. Brasil e Italia se enfrentan en segunda ronda de la Copa del Mundo que tiene lugar en España por un puesto en semifinales. Brasil llegaba a ese partido habiendo arrasado a sus rivales y desplegando un juego vistoso y alegre, consiguiendo la simpatía de todos los aficionados del fútbol y que había logrado que los hinchas neutrales dejaran de serlo. Todo lo contrario que Italia. El partido siguió el guión previsto. Zico, Falcão, Doctor Sócrates y compañía mimaban la pelota mientras Italia mordía, replegada en campo propio y buscando su oportunidad al contragolpe. Y lo logró. Paolo Rossi marcó un hattrick para hacer inútiles los goles de los ya mencionados Sócrates y Falcão.
El triunfo del juego defensivo frente al ofensivo, de la seriedad frente a la alegría, del pragmatismo frente al romanticismo, de quienes preferían apagar la luz a encenderla. El mundo le puso al Brasil del 82 la etiqueta del mejor equipo que jamás ganó un Mundial. El perdedor que nunca debió serlo pero que todos querían ser. Cuenta la leyenda que la canarinha jamás volvió a ser igual. El mundo del fútbol, tampoco.
Cuatro años después llegó Carlos Salvador Bilardo, y acabó por confirmar la teoría. Argentina se recuperaba de su fracaso en el Mundial de España y eligió a un técnico rompedor y transgresor frente al modelo de juego atractivo que había seguido la albiceleste con Luis César Menotti en el banquillo. Decía Bilardo que el fútbol profesional era ganar y solo ganar. Cuentan que amenazó a sus jugadores con “echarlos a todos” si volvían de México con el premio del fairplay. Cuentan que intentó adormecer a los jugadores de Brasil en el Mundial de 1990 con agua contaminada con somnífero. Demostró lo primero y dio margen de duda a lo último. Bilardo se hizo con el Mundial de México 86’ formando un equipo sólido y aguerrido que confiaba en exclusiva el poder de creación y finalización a Diego Armando Maradona. D10S brilló en ese torneo, pero Argentina no lo hizo. No importó. Bilardo tampoco lo pretendía.
El Atlético de Simeone: el gran exponente
Pese a llegar a la capital España hace ya más de 9 años, cuando se hizo cargo de un Atlético de Madrid hundido, apeado de Copa del Rey por un Segunda B y que no conseguía deshacerse de su malintencionado apodo de pupas, la doctrina de Diego Pablo Simeone sigue ahora tan vigente como entonces. El entrenador argentino revolucionó el cuadro colchonero con una metodología y un estilo de juego poco antes visto en España. Donde no llegas por calidad tienes que llegar por actitud y trabajo. Ese era y ese sigue siendo el lema del Atlético de Simeone. Probablemente entendible para recuperar a un equipo hundido y para aupar a lo más alto a un equipo débil tanto económica como cualitativamente.
Y consiguieron éxitos. Muchos éxitos. Una Liga, una Copa del Rey, una Supercopa de España y otra de Europa, una Europa League y dos finales de Champions League fue su bagaje en sus primeras cinco temporadas. Todo gracias a un estilo de juego reconocible y a la vez excepcional entre los grandes equipos de Europa. Y junto a los títulos fueron llegando, de manera progresiva y aún hasta el día de hoy, los suculentos contratos millonarios de patrocinadores y algunos de los grandes jugadores de Europa –Griezmann, Mandžukić, Yannick Carrasco, Lemar o João Félix, entre otros- seducidos ante la posibilidad de éxitos que el futuro les ofrecía. Simeone tenía entonces dos opciones: variar su estilo de juego a uno más atractivo desde el punto de vista estético, acorde al nivel de plantilla del que ahora sí disponía o seguir fiel a aquello que le dio éxitos. No tuvo dudas.
Fue entonces cuando el mundo del fútbol comenzó a reaccionar frente a este neocatenaccio impuesto por Simeone. Paradójicamente, el país de la bota, cuna del catenaccio (cerrojo en italiano), una de las más grandes revoluciones en la historia del fútbol y abono a partir del cual el Cholismo comenzó a florecer, fue el primero en reaccionar. Era 2016 y el Atlético de Madrid acaba de vencer por 1 a 0 al Bayern de Múnich de Guardiola en semifinales de la Copa de Europa, en un partido en el que los bávaros retuvieron el balón el 78% del partido y en el que dispararon un total de 18 veces, 7 más que el Atlético. Fabio Caressa, por aquel entonces director de SkySports Italia, prendió la mecha: “el juego del Atlético de Madrid da asco. Tenemos que decirlo claramente. ¿Qué es esto del Cholismo? Durante años hemos estado diciendo que el catenaccio no es bueno y ahora decimos que el Cholo es genial.”
Surgió entonces y sigue aún vigente el debate. El eterno debate. Jugar bien o jugar bonito. Ceder el balón a equipos claramente inferiores. Jugar al cerrojo con un gasto superior a los 400 millones de euros en las últimas dos temporadas. El Atlético de Madrid es ya un grande de Europa. El Atlético de Madrid es ya un claro candidato a ganar la Liga. ¿Lo es su juego? ¿Quizá el nivel de su juego es secundario mientras lleguen los resultados? Y cuando los resultados no acompañen… ¿qué hacemos entonces con un equipo que gasta por valor de cientos de millones de euros?
Madrid y Barça: traicionando su historia
La Quinta del Buitre. Probablemente el motivo por el que la gran mayoría de los españoles nacidos entre los 60 y los 70 sean aficionados del Real Madrid. Un equipo que jugaba como los ángeles y que fue un auténtico sátrapa en el campeonato doméstico, con cinco Ligas consecutivas, pero que, sin embargo, no fue capaz de lograr la Copa de Europa. No importó, todo el mundo se acuerda de Butragueño y compañía.
Y desde entonces, millones de euros, galácticos y copas mediante; la realidad es que ninguna plantilla del Real Madrid ha conseguido rellenar el vacío que dejaron los Butragueño, Míchel y cía.
El Real Madrid de las cuatro Champions en cinco años –tres de ellas de manera consecutiva-, el Real Madrid de Zinedine Zidane, exclamarán. Trofeos continentales que disfrazaban temporadas pobres –exclúyase la temporada 2016/2017-. Un título, una final, un partido para dirimir, para decantar la balanza entre lo que hubiera sido una temporada excelsa o una temporada en blanco. Noventa minutos para valorar más de nueve meses, más de cincuenta partidos de trabajo. Un palo de Juanfran, una chilena de Bale. La delgada línea entre el mayor de los éxitos o el más grande de los fracasos.
El Dream Team. El FC Barcelona tal y como lo conocemos inicia aquí, pese a que la entidad llevase casi cien años en actividad. El fútbol total y la filosofía de cantera integradas bajo el mandato de Johan Cruyff. La primera Copa de Europa del equipo catalán y cuatro Ligas consecutivas. Los cimientos de lo que iba a llegar. El Barça de Guardiola. Posiblemente el mejor equipo que jamás ha existido. Catorce títulos en cuatro temporadas. Pero algo todavía más importante y más valioso: el reconocimiento del planeta fútbol. No por el qué, sino por el cómo.
Y se fue Guardiola, pero llegó Luis Enrique. Y el Barcelona siguió ganando. Y se fue Luis Enrique y llegó Valverde, un entrenador que había logrado ciertos éxitos en equipos de segundo plano en una dilatada carrera como entrenador. La llegada de Valverde al Camp Nou, en mayo de 2017, supondría a la postre el abandono del cruyffismo y la confirmación del valverdismo.
Y Valverde cambió el hasta entonces inamovible 4-3-3 a favor de un 4-4-2 que otorgaba una mayor solidez defensiva. Y comenzó a recular y a ceder espacio frente a rivales de entidad menor. A dar por buenos resultados de ventaja mínima en el Camp Nou. A retirar delanteros para introducir defensas y apuntalar el resultado. Lo nunca visto en Can Barça. Cruyff decía que prefería ganar 5-4 que 1-0. Valverde discrepaba.
Pero no podías quejarte. Porque el equipo, pese a todo, era líder intratable en Liga y marchaba con paso firme en Copa. Pero llegó Roma. Y 365 días después lo hizo Liverpool. Misma situación, idéntico resultado. En tan aciagas noches para los culés, a los defensores del valverdismo, a los señores de la calculadora, ya no les quedaba nada. Esa noche, el equipo que pocos años atrás había maravillado desplegando un nivel de juego a la altura de muy pocos, colapsó renegando de lo que otrora fue. Sin ningún argumento válido.
El reciente caso del Betis
Posiblemente simplemente intentaron parecerse a los peces gordos. Posiblemente creyeron, como parecen hacer los tres titanes, que nada importa en este deporte salvo los resultados.
El beticismo parecía creer que de nada sirve volver por fin a ser un equipo competitivo muchos años después. Que de nada sirve haber llegado a semifinales de Copa del Rey, haber sobrevivido en Europa League a un grupo que contaba con el AC Milan y el Olimpiakos como rivales o haber quedado a las puertas de lograr la clasificación a competición europea por segundo año consecutivo.
El beticismo pedía y creía en deber conseguir ser un equipo con recorrido europeo. Y obviaron el resto. Obviaron que el proyecto iba por el buen camino. Obviaron que por fin tenían un estilo reconocible. Obviaron que tenían una plantilla y un entrenador competitivos mucho tiempo después. Nada de esto importaba si los resultados no llegaban, si el objetivo no se cumplía. Resultadismo por definición. Quique Setién fue fulminado.
Y llegó Rubí. No fue el único en aterrizar en Heliópolis. Un delantero que el año pasado había marcado 17 goles en primera división –Borja Iglesias– y un fino mediapunta, internacional por Francia y otrora pretendido por Liverpool y Barcelona –Nabil Fekir-; llegaban para reforzar a un equipo que exigía resultados inmediatos.
Y hoy, el Betis, pese a no acusar el desgaste físico de competición europea y pese a haber cincelado una plantilla claramente más diferencial, amanece antepenúltimo en la tabla, con 9 puntos de 30 posibles. El gran peligro de juzgar el fútbol únicamente por los resultados.
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Sigan basándose única y exclusivamente en resultados. Sigan censurando la crítica al juego porque se ganó. Sigan criticando porque se perdió, obvien el resto. Continúen ejerciendo la dictadura del resultadismo.
Pero algún día dejarán de ganar. Y ese día, ese día ya no tendrán nada a lo que aferrarse.