El Camp Nou fue, desde los años 90’, aquel lugar en el que el hacer las cosas bien parecía importar más que el mero hecho de hacerlas. Uno de los pocos estadios donde era preferible ganar 5 a 4 que 1 a 0. Todo se resumía en que si tu tenías la pelota el otro no la tenía. Un estilo, un modelo y una idiosincrasia como único método viable para lograr el objetivo final: ganar. Cruyff, Rijkaard, Guardiola, Vilanova y Luis Enrique lo creyeron, pero sobre todo lo cumplieron. Todo eso es pretérito imperfecto de Indicativo. Los tiempos han cambiado: Valverde no creyó en lo que hasta entonces era dogma. Mucho menos lo cumplió.
Ernesto Valverde llegó a Barcelona en verano de 2017 y recogió un equipo deprimido tras la marcha de Neymar a París y claudicado en la Supercopa de España frente al Real Madrid. Lo devuelve líder en competición doméstica y clasificado a octavos de final en Liga de Campeones. Dos Ligas, una Copa del Rey y una Supercopa de España, su bagaje en dos temporadas y media. Los datos lo avalan. No hay duda que Valverde logró lo único que pareció querer: ganar. Precisamente por eso no será recordado. Ese fue su gran pecado. Y esa será también su condena.
Ernesto Valverde no ha sido destituido por ‘dos partidos malos’. Por supuesto, las aciagas noches en las ciudades de Julio César primero y de los Beatles después siempre fueron y siempre serán la gran mancha de tinta que emborronaba su, siempre a nivel de resultados, completo currículum. Pero Valverde ya llevaba, al menos a ojos de gran parte de la afición barcelonista, tiempo en el punto de mira. Los hundimientos europeos no hicieron más que centrarlo aún más en la diana. Porque Roma y Liverpool no fueron accidentes, sino consecuencias. Consecuencias de aquello que se veía venir y acabó viniendo.
Los pecados de Valverde | Parte I
Un equipo replegado en campo propio ante rivales de entidad menor. Cediendo la iniciativa y la pelota. El 4-3-3 clásico mutado a un 4-4-2 que otorga solidez a costa de reducir brillantez. Retirando delanteros del campo para intentar afianzar victorias por la mínima. Igual de incapaz de sortear la presión rival como de generarla sobre el rival. Un equipo supeditado única y exclusivamente a lo que el mejor jugador del mundo fuera o fuese capaz de hacer. Y cuando no consiga, pueda o quiera hacer nada; sin recursos. Véase Roma, Anfield o Villamarín frente al Valencia en la final de Copa. Un equipo que brillaba lo que sus resultados decían, bajo la consigna de ‘los resultados no mienten’ cuando en realidad sí que lo hacen. El 3 a 0 frente al Liverpool en el Camp Nou mentía. El 4 a 0 de la vuelta no. Sometido en gran parte de las visitas lejos de Barcelona. Igual de reducido en la semifinal de Copa frente al Real Madrid que en Anfield. El resultado del primero, totalmente engañoso. Pan para hoy, hambre para mañana. Gasolina que avivaba un fuego que acabaría destrozándolo todo. Ese fuego fue Anfield. Pero el problema venía de lejos. Porque Liverpool no fue un accidente, sino una consecuencia. Una consecuencia que hacía que aquellos que se escudaban en victorias y lideratos no tuvieran entonces absolutamente nada con lo que taparse. La paradoja de los hombres del teletexto una vez se quedaron sin teletexto.
Los pecados de Valverde | Parte II
Paulinho y Vidal reencarnados en la gran panacea para solucionar los partidos. Jugadores que no tienen el estilo utilizados para solventar los problemas ocasionados por renegar del estilo. El absurdo de los absurdos. Mientras tanto, Arthur, proclamado heredero y salvaguarda del estilo, un día sí pero otro no. Riqui Puig, condenado a vagar por campos de césped artificial porque no tiene hueco en el primer equipo. Tampoco lo tiene Aleñá. El hueco lo ocupa Rakitić, que parece inamovible. También lo es Sergi Roberto en el lateral derecho por mucho que su rendimiento no supere al de un Nélson Semedo que no tiene continuidad para demostrar nada. Un delantero del Sassuolo porque Abel Ruiz no sirve ni siquiera para cuatro ratos pero porque tampoco queremos fichar un delantero que pelee con Luis Suárez. Una especie de sí pero no. Miranda y Cucurella tampoco sirven, por eso se invierten veinte millones en fichar a Junior, que apenas juega diez partidos en seis meses. Qué decir de Todibo, que se marcha del Barcelona tras jugar dos ratos pese que Piqué sobrepasa ya la treintena. O de Malcom, a quien Valverde pareció colgarle la cruz desde que la secretaría técnica lo prefirió a él antes que a su petición expresa, un eléctrico delantero de treinta años que juega en el Chelsea.
Las virtudes de Valverde | Parte única
La liga de los (casi) invencibles. Pragmatismo frente a romanticismo, pero ahí la tienen. La soberbia final de Copa frente al Sevilla como resaca post-Roma. El 5 a 1 sin Messi frente al Real Madrid. Sendos 0 a 3 en el Bernabéu. Sobreponerse a la marcha de Neymar y a la retirada de Andrés Iniesta. Cuatro trofeos más en las vitrinas.
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Todo esto jamás se vio en Can Barça. O al menos no desde que el maestro holandés impartió cátedra. Ya no están Xavi e Iniesta, lo sé. Pero cuando se fueron Guardiola y Laudrup y el Dream Team se disolvió, los mismos que hoy claman al cielo que nada puede volver a ser cómo antes, ahí estaban, suspirando por un pasado que se fue y que, según ellos, jamás iba a volver. Pero lo hizo. Y cuando Guardiola despachó a Deco y Ronaldinho, decían que estaba loco. Pero en realidad no lo estaba. Nadie pide a Valverde un coche que vuele. Si que se le pide, sin embargo, que no se empeñe en desarrollar un seiscientos cuando dispone de motor y carrocería de Ferrari. Jamás se vio en Can Barça tan pobre cesto con tan buenos mimbres. Jamás se vio en Can Barça tan pobre juego con tan buenos jugadores. Y esto, por lo menos en Can Barça, no hay victoria, liderato o campeonato que lo encubra, porque, en el Camp Nou, con ganar no es suficiente.
Gracias por algo, Ernesto. Suerte allá donde vayas.